El dedo y la luna

DedolunaLos científicos son un colectivo que padece la deformación profesional de medir cuanto observa, es decir, lo que es. Son otros quienes se encargan de calificar la realidad y extraer conclusiones en consonancia, y no todos valoran e infieren lo mismo.

El descubrimiento de la fisión nuclear supuso un paso importante para la civilización. En cuanto se supo lo suficiente sobre ella, algunas mentes preclaras vislumbraban armas capaces de liquidar al enemigo en un instante. Las guerras, entonces, durarían un suspiro. Otros pensaron que semejante fuente de energía bien podría aprovecharse para mejorar la vida de las personas, poniendo a su disposición electricidad de bajo coste con la que cocinar, calentarse o entretenerse. Este es un claro ejemplo de cómo no todos concluyen lo mismo ante una misma realidad ante sus ojos. Es la tecnología derivada de la ideología.

La tecnología es la consecuencia del trabajo de los científicos sobre ideas que han logrado demostrar que son ciertas. Un trabajo que pasa desapercibido para quienes se hallan fuera de ese mundo, hasta que se da a conocer tras el descubrimiento de un avance importante del conocimiento o su aplicación. El destello publicitario se desvanece en cuanto el relator comunica que permanecerá atento a la evolución de la grata noticia, sinónimo de que acaba de entrar en el olvido más absoluto.

La imaginación de las personas no tiene límites. Cada uno puede pensar lo que quiera y llegar a construir un ideario propio. Se convierte en ideólogo de sus propias ideas. No necesita justificar ni demostrar ante nadie lo que cree. A diferencia del pensamiento científico, el ideólogo predica sus ideas a la gente de manera insistente y continuada. Las refuerza con argumentos que pueden ser falsos, sin haber comprobado su veracidad o, simplemente, asegura que se trata de visiones que conducen a las personas hacia la verdad, la perfección, la felicidad o cualquier estado de bienestar personal.

La religión, el pensamiento filosófico o la política son manifestaciones de la ideología. No hay que engañarse, todos creemos en algo, aunque nos definamos ateos, agnósticos o apolíticos del partido del que soy el presidente y único miembro. Nos hace sentirnos en paz con nosotros mismos y perseguir ideales. El ideólogo no se halla aislado. Al entrar en contacto con la tecnología, la somete a juicio para ver cómo la puede hacer encajar en su ideario y aprovecharse así para el logro de sus fines. Alcanzar el poder ansiado le abre la puerta para usarla a su antojo.

No hay ámbito de la vida que se escape a estas reflexiones. Una muestra empírica se encuentra en el multimillonario que decide desprenderse de una pequeña parte de su fortuna para invertirla en equipos médicos de alta tecnología. Los políticos de ideas moderadas reciben la noticia con satisfacción, más aún si están en el poder y responden de la sanidad ante los votantes. Creen que podrán curar a más pacientes en menos tiempo. Los que se califican como progresistas rechazan de plano la implantación de esas máquinas. Alegan que no benefician a los pacientes, ya que les pueden transmitir la enfermedad que portan por haber expoliado a la clase trabajadora del país. En su lugar, proponen que ese dinero se destine a mejorar la salud del conjunto de la población.

Los ideólogos más ruidosos actúan como predicadores en el lejano oeste. No cesan de vaticinar catástrofes por mor del cambio climático. Nos hacen ver que vivimos en la depravación y el pecado, y amenazan con la destrucción de nuestro planeta si no renunciamos a ellos. Si, además, detentan el poder, todo está listo para comenzar la cruzada por la preservación del planeta. Se conjuran para eliminar ese anhídrido carbónico que generan en cantidades industriales cada vez que viajan en avión para reunirse. Prueba de ello, y por el poder que el pueblo les ha concedido, proclaman, con sonora suficiencia y cegados por las ideas, que en el año 2035 ya no se fabricarán más automóviles con motor diesel. Son generosos, pues la proclama debería haberse hecho efectiva justo después de su pronunciamiento. La energía necesaria para transportar mercancías y personas provendrá de fuentes inagotables reñidas con el carbono. Al mismo tiempo, condenan a muerte a los combustibles fósiles, dando la bienvenida a la pila de hidrógeno y a los combustibles renovables como fuentes de energía para grandes vehículos. Con estas rotundas afirmaciones, sienten haber alcanzado el nirvana.

Las reacciones de los afectados a los anuncios no se hacen esperar y se muestran pesimistas. Esperaban esa decisión, pero no tan pronto y habiendo sido consultados. La tecnología disponible no está madura y no están preparados para ponerla en marcha tan corto plazo. Es conveniente poner un poco de presión para acelerar el cambio, pero si es excesiva lo conduce al fracaso. La vergüenza es un valor ausente en quien maneja el poder. La contraponen con tapar los fracasos con otro asunto, salvo que éstos sean tan estridentes que se vean obligados a escenificar una contrición pública con la que salvar la situación momentáneamente. Porque, acto seguido, pondrán en marcha un silencioso plan de repliegue hacia posiciones más realistas.

Las consecuencias de estas decisiones no son buenas para la economía. El abaratamiento del transporte de mercancías y personas no se ha conseguido aún. Los nuevos vehículos no se producen a gran escala. Las baterías que los propulsan no proporcionan una autonomía comparable a la de los motores de combustión y tras morir, no van a poder acceder a otra vida, por ahora. La infraestructura de puntos de recarga de energía (hidrogeneras y electrolineras) se halla en fase embrionaria, al igual que las plantas de producción de combustibles alternativos, sus redes de distribución y los motores de gran potencia a los que alimentan. A favor de los nuevos vehículos, la notable reducción del mantenimiento mecánico y el coste del combustible… pero aún queda tiempo para que pesen más que los inconvenientes.

La lucha ideológica contra el cambio climático se ha centrado en el anhídrido carbónico. El poderoso quiere limitarlo de inmediato al consumo de los vegetales. Esa orden ha cogido con el pie cambiado a los agentes de la transformación, que se apoyan en la tecnología para hacerla realidad. Lo están consiguiendo poco a poco, con mucho esfuerzo y con unos costes desmedidos, derivados de las prisas por alcanzar un mundo sin gases de efecto invernadero. Pero no se percata de que el metano es mucho más abundante. Nadie dice nada porque no entra en el marco ideológico de moda. Cuando el sabio señala la luna, el necio mira al dedo y obliga a los demás a seguirle.

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